Sin predicamento en el público consumidor de deportes, la noticia del regreso de Marcelo Bielsa a la actividad reanima al periodismo de la Argentina. Que Bielsa dirija a la selección de Chile no es tanto tema como sí lo es que Bielsa vuelva a dirigir. Portador de un fútbol blindado a los resultados (buenos o malos), depositario de toda la reserva moral que al fútbol le falta, Bielsa asiste a la distancia a una disputa que tiene más celebrantes visibles que detractores ocultos.
Es un caso donde la forma importa más que el fondo. Donde las características personales de declamada honestidad y decencia hacen que se relegue el factor principal que se busca en una contienda deportiva: como lograr ganar y que el adversario pierda. Como ser mejor que el otro y listo.
Ni para bien ni para mal las conductas personales interesan cuando juzgamos juego y resultados. Que un equipo juegue bien y gane es ajeno a si su técnico es menemista, radical, budista o islámico.
Si se trata de armado de grupos, manejo por la vida y la profesión las condiciones morales y éticas de un individuo pesan.
Sólo que el fútbol no siempre se ocupa de esas cuestiones. Bielsa no reformó el debate de fondo en el fútbol argentino ni torció las creencias tan absurdas de por donde pasa la identidad nacional cuando hablamos de fútbol. Transformó el medio en una disputa entre buenos y malos. Su permanencia como técnico hizo de la Selección una cuestión de Abeles y Caínes.
La cuestión es que Bielsa vuelve al ruedo. Rodeado casi siempre de núcleos duros forjados en los talleres de Newell´s (su ojo de seleccionador también evidenciaba esa preferencia) retorna com un prócer que estuvo en el exilio.
Carne de polémica durante los 2000, tras la derrota amarga del Mundial de Japón, contó con la posibilidad inédita de la revancha. Su equipo quedó bien encaminado para el Mundial 2006, perdió por nada la final de la Copa América en 2004 y ganó la primera medalla dorada después de 52 años para el deporte argentino. Disfrutó como un niño de la vida amateur en la Villa Olímpica cuando sus primeros días en Atenas lo encontraban cenando solo y leyendo un libro en medio de deportistas de todos los países.
Cuando el fútbol argentino y sus alrededores le dieron algo de reconocimiento. Cuando la gente comenzaba a perdonarlo, se quedó sin energías y una tarde cualquiera de un martes, renunció. Quizás no soportó tanta felicidad.
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